Poesía
No muy lejos de aquí
No muy lejos de aquí arde una ciudad del sur,
se quema en silencio monocolor
y ninguna sirena aúlla por las avenidas.
Un motociclista púber sin casco y con corbata,
tan pálido como la cara secreta de la luna
se juega la vida sobre el asfalto a la hora express,
y el agua cae en la ciudad del sur
entre el olvido y la memoria.
Un digitador ya no distingue el índice del pulgar
y una muchacha muy muchacha descubre a Dios
en una máquina tragamonedas.
Al sur del sur o al norte de ninguna parte
el mundo gira como de costumbre
y alguien tira colas de langosta
entre cisnes de oro y peces de plata
mientras el agua se hierve en ondas subacuáticas,
pero una ciudad del sur tropical se cura
las heridas con el sueño y la risa
y ninguna alerta suena por sus calles.
Solo una brisa que cae sobre un silencio de cobre
bajo techos imaginarios y sin dejar rastro.
Una ciudad más al sur del sur
y al oeste de ninguna parte
se pierde en un país sin eco,
las cabezas de dos héroes se venden
como souvenirs y flotan en un mar de corchos.
En la Avenida Central un sol que no calienta
se va sin dejar sombra,
un vendedor alado de ocarinas y videos
pasa como un dios mulato sin mitología,
pero la gente no nota nada extraño,
solo una nube que atraviesa el cielo de noviembre
limpia, blanca y libre.
Ciudad
El aire limpio no olvida
el sueño gris del crack.
Callados y de pie,
nada desfallece,
ni sus fantasmas de sonrisa vertical
ni las gárgolas vueltas piedra
en un cuarto donde todavía es de noche.
Nada sucumbe.
Puedo amar la ciudad bajo mis pies cuanto más extranjero soy:
un esquimal en África, un sueco en Shangai.
Da lo mismo y aquí estoy.
Puedo oírla ─pero no verla─
en cada esquina reventar su rumba de Babelia mestiza,
su sonido de caracola donde el norte y el sur
ya no se distinguen.
Vuelve a mis manos
como la bola vuelve al niño luego de extraviarse.
Pese a los apagones llega a plena luz, cómplice y libre,
con cara de pueblo percudido y malls.
Extraño es que todo pase y siga igual que siempre;
pero la ciudad no se rehace de sus cenizas sino del fuego,
ilumina la mesa en la que estamos,
muertes, reencuentros, la distancia y el tiempo,
materia de la memoria.
Son otros los que están, otros los que se han ido.
Solo queda el sabor a café cargado,
esta conversación en la que estamos
y que viene de otra tarde,
como el pájaro que picotea la ventana
bajo una lluvia majadera
y empieza a irse como la madre que nos abandona,
luego de tantos días lentos.
El verano está cerca ─me dices─,
con una sonrisa en los labios
muy parecida al amor.
Del poemario Duelos desiguales
36.-
Vivo por debajo del párpado,
dentro del ojo que no duerme
y de la mano que no toca.
Vivo debajo del ombligo
donde la vida ahoga los últimos papeles,
sobre el océano de insignes peces negros
de patriarcas de cuello duro y aliento fétido.
Vivo por amor, por el dulce amor duro como el pan
escaso sobre la mesa,
igual que el tiempo y las palabras.
Muero por encima de esta tarde,
por encima de los ahogados,
de los perdedores,
de los perros de la calle,
por encima de la peste, de su rabia, de su sarna,
y debajo de una piel que llora.
Vivo. Aunque ya no quede nada
de la muerte, del aire, del frío, de la tierra,
debajo del amor blando y enfermo,
debajo de la carne podrida,
limpia y virginal.
Vivo por encima de algún dios moribundo
de un pecho de silicón que respira y lacta,
de la trampa de un caimán que cruje.
Muero y vivo en la rama más alta de la noche.
37.-
Me acapara el ocio de la mano
y de la boca.
No tengo tiempo para el decoro.
Hermano, entonces,
aceita la fe como un fusil
para que la voluntad del dedo apunte al seso,
y algún pájaro caiga
aturdido en la descarga.
Me contagio
Limpio y solitario
de un virus bifronte
y levanto de su silla a mi sombra,
pequeña broma donde arden
los gatos confundidos
y tiernos de la noche.
¿Pudo más la respiración del gusano
que roe mi cuerpo desnudo?
¿O la mujer que me dio su alegría sin merecimiento detrás de un vano empeño?
¿No era mejor la tarde solitaria del semen?
¿Negar el vicio persistente de la vida
y su afirmación egoísta?
¿Negar la carne y el fuego?
¿El humo que pare el humo?
¿No era mejor eso?
Hube de inventar el día cierto
y al padre ciego que quería la luz para el solo.
Hube de imaginar el tiempo tomado por la mentira bajo el arco de números vacíos.
Vuelvo por la mujer de Lot para fundirme en un solo cuerpo,
Ahora.
Del poemario Áspera Noche
A una abuela
La muerte fracasó tantas veces
que esa mañana la esperaste
como se espera quieta, la noche;
quizá un silencio más denso que el dolor
te acechara por los rincones
más abruptos del adobe;
o las agujas del hambre te hirieran
los ojos, inevitablemente serenos y limpios;
o quizá un vaho parecido al horror
te velara de niña el insomnio,
pero lo espantaste con la mano pequeña
como se espanta a un perro o a un fantasma;
leve sombra sobre la humedad
de los días: ¿cómo saber entonces que ese cuerpo
apretado y liviano
acuñara la vida como acuña
el árbol, la semilla?
abuela de los nietos,
libaste el ron del inmigrante
ese ron que te devolvía a la niñez,
al abrazo que siempre dan los muertos
en el sueño;
para vivir con el tiempo de los pájaros
esperaste a que el horno cociera el pan de los vivos;
día a día, año tras año,
me quitabas las hormigas del cuerpo,
alimentabas a los conejos,
la tersa senectud del gato;
no pudo el miedo o la cicatriz que deja,
curtir la piel de otra cosa que no fuera amor.
El tiempo ha pasado
y la luz del relámpago contra el adobe,
te hizo eterna en un esbozo.
Afuera
Afuera en la calle nadie advierte
la sustancia de la guerra crecer,
entre los cuerpos dulces y moribundos.
Detrás de los acantilados de metal,
el oxidado lujo de la muerte
se expande sobre los automóviles.
Entre los que ganan la batalla y los que la pierden,
un vidrio tan delgado como el aire
divide el día.
Afuera la frenética mañana
ofrece sus elegantes pájaros de frac,
y la vida despilfarra los últimos segundos.
Pronto el amor y el odio intercambiarán
sus ropajes, su itinerario, su oficio.
Alguien con el tibio sol del recuerdo,
quema el frío cortante de las horas.
Un anciano afirma que el olvido
cruje entre sus huesos.
Y una niña con una flor en la mano
canta la canción de los ciegos.
Del poemario Oficio de ciegos
Paúl Benavides Vílchez
(1966, Heredia, Costa Rica). Poeta, sociólogo, asesor parlamentario y profesor en la Universidad Nacional de Costa Rica. En poesía ha publicado Duelos Desiguales (EUNED, 2011), Oficio de Ciegos (2014, Arboleda Editores) y Apuntes para un Náufrago (2017, Editorial Letra Maya), así como artículos académicos y publicaciones sobre Cultura, Política y Sociedad en diversas revistas nacionales e internacionales.
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