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Cuento / Narrativa

Ernesto Guzmán

La carreta y el jaguar / Un texto de Ernesto Guzmán / Cuento Ganador del XVI Certamen Literario Conmemorativo a los Mártires de la UCA

La carreta y el jaguar

La niña cabalgaba; la espalda del abuelito crujía como vieja puerta de madera.
—¡Arre, caballito, arre!
—Espérate, mijita, ya me acalambré —dijo él—. Ah, y no soy un caballito, sino un jaguar, ¡groar!
—¡Sí, arre, jaguar, arre, sigamos jugando!
—Vaya, cipota —dijo mamá—, deje descansar a tata. Cuando venga su papá juega con él.
Tata terminaba de enderezarse cuando unos soldados lo llamaron desde la palanquera. Salió y se quitó el sombrero. Agachó la cabeza; escuchaba y asentía. El soldado hablaba fuerte y golpeado:
—Yo ya te dije, tienen que abandonar la montaña por órdenes del excelentísimo señor presidente Maximiliano Hernández Martínez. Ay ve vos si no hacés caso. Agradecé que te estoy avisando.
Los soldados se retiraron y tata regresó a la casa de bahareque.
—Tenemos que irnos a vivir a otra parte. Estas montañas van a ser para sembrar café, dicen.
Tata se quedó en silencio. A saber, qué pensaba tanto.
—Le daré vueltas en la hamaca a este asunto. Cenen y duerman, mañana veremos qué hacer.
Al día siguiente llegó papá. Él había bajado al pueblo de Izalco. Llegó con la cara desencajada.
—Ahorcaron a Feliciano Ama en el parque central —dijo papá—. Dizque por liderar una insurrección campesina. Se puso feo, yo me vine.
—Tata —dijo mamá—, él no era cualquier indio bruto, era el mayordomo de la Cofradía Católica del Corpus Christi.
—Vayan rápido a su casa —dijo tata—. Agarren lo necesario y regresen. Vamos a escondernos bien adentro en el monte.
Al llegar a casa, oyeron la noticia más reciente. El ejército invitaba, en nombre del excelentísimo señor presidente Maximiliano Hernández Martínez, a todos los que no habían participado en la insurrección campesina a presentarse en la comandancia; les darían una cédula donde se les identificaría como inocentes.
—¡Andá dale las buenas noticias a tata! —dijo mamá.
—Te quedás con él —dijo papá—. Le decís que ahí vamos a llegar con nuestras cédulas para que después vaya él por la suya.
Papá y mamá bajaron rumbo a Izalco y ella subió hacia donde tata. La casa de tata no estaba lejos. Corriendo rápido se tardaba lo que las papas en ablandar. Pero caminando lento, bien se podía tardar como una olla de frijoles.
—¿Qué? —dijo tata—. Está raro, esperemos.
Oscureció, no regresaron.
Tata prohibió salir de casa. Iría a ver por qué no regresaban. La primera hora fue fácil obedecer. Una hora era lo que duraba una misa. Pero nunca había estado en dos misas al hilo, era imposible obedecer más.
Conocía bien el lugar, la oscuridad no era un problema. Bajó las laderas y avanzó por una vereda hasta llegar a la calle de tierra. Caminó por la orilla, detrás de los matorrales; no era dunda, si veía en la calle a tata con sus papás regresaría corriendo a casa sin que la vieran. Caminaría un par de misas, pero no había dónde perderse. Tarde o temprano llegaría al pueblo, la seña eran los adoquines; donde empezaban los adoquines empezaba el pueblo.
¡Un ruido! ¿Qué era ese ruido? A saber. Se agazapó y quedó quietecita. Qué bien que no era un silbido; todo mundo sabía que un silbido en la noche sólo significaba una cosa: cadejos. Si el silbido sonaba lejos el cadejo estaba cerca, si sonaba cerca era que estaba lejos. Qué bueno que el ruido no eran silbidos porque seguro se le aparecía el cadejo negro. Ese castigaba a la gente mala, no fuera a ser la mala suerte y la considerara mala por desobedecer a tata. No había que pensar en eso, sino que poner atención al ruido. Era un…, ¿chillido? Sonaba como un chillido de ratón. Pero tenía que ser un ratón gigante para escucharlo tan fuerte, quizá era un tacuazín. Se arrastró entre los matorrales para ver a través de los matochos en la orilla de la calle.
Quieta se quedó, no lo pensó, sólo sucedió. Lo supo en un instante. No tenía que haber salido de casa. No tenía que estar ahí. ¿En qué estaba pensando? Debía haber obedecido a tata. Él siempre sabía lo mejor. No debía estar viendo lo que estaba viendo:
En la calle, dos ruedas de madera chillaban. Era una carreta chillona. Llevaba velas en los cuatro postes que componían el cajón que cargaban esas ruedas. Dos señores sentados, uno sostenía las riendas del caballo. Pero nada sostenía la tarima de indios muertos que transportaban. En un brinco, por pasar una piedra, un cadáver cayó al suelo.
—Que lo recoja la otra carreta que pase.
—¿Estás seguro?
—Sí, vos. Faltan un montón. ¿No viste cuánto indio fue a pedir cédula de inocente?
—Tenés razón. Pero…
—Vos recordá lo que dice nuestro excelentísimo señor presidente Maximiliano Hernández Martínez: el único indio bueno es el indio muerto. No te compliqués.
Era la tercera vez que escuchaba el nombre de ese señor. Pero ahorita lo importante era recular de a poquito. Lento, sin hacer ruido. El chillido taparía el poco ruido que ella hacía. Giraba; de reojo las vio: dos caras. ¡Esas caras las conocía! ¿Por qué no las había visto antes?… Habían estado tapadas por el indio que cayó al suelo. Pero, pero…, no podía ser. No, ¡eso no!
—¡Papá! ¡Mamá!
Los hombres de la carreta dispararon a donde escucharon la voz.
¡Corré, corré, cipota tonta y desobediente! Si tu tata te dice que no hagás algo, tenés que obedecer. ¡Cuidado con ese palo!, a la derecha, esquivá, esquivá otra vez, cuidado con los hoyos y las piedras, no te vayás a doblar la pata, cipota tonta. ¿Qué estaba pasando? ¡Papá! ¡Mamá! ¿Por qué iban en la carreta chillona?
Algo apareció en frente; no lo podía esquivar. Chocó, no era duro, rebotó. ¿Qué era eso en lo que rebotó? ¡La panza de tata!
—Shhh, no hagás ruido, habla suavecito. Qué bueno que me desobedeciste, mijita. Cuando fui a revisar, los soldados ya habían pasado por la casa.
Las palabras de tata rebotaban en sus oídos. ¿Qué había pasado? ¿Papá? ¿Mamá?… Dolía, sentía recorrer dolor por los costados de su cabeza, desde la frente hasta la nuca. ¿Dónde estaban papá y mamá? Ella sabía dónde estaban: en la carreta chillona. ¿Muertos?… Exhaló aire por la boca; su quijada tembló dejando salir aire a pucharadas cortadas.
—Tata, llevan a papá y mamá en la carreta chillona.
—Sí, mijita, no llegué a tiempo para salvarlos. Nos están cazando como tortugas panzarriba a todos los indios.
—¿Salvarlos? ¿Y cómo los iba a salvar, tata?
—Shhh.
Se escuchaban ruidos. Eran pisadas de gente acercándose.
—Soldados —dijo tata—. Oyeron los disparos y están peinando la zona.
—Mijita, no te vayás a asustar, haré algo que nunca has visto.
Tata se quitó el cinturón y lo mordió a la mitad. Puso sus manos y rodillas en el suelo. ¿Qué? Ese no era el momento para jugar al caballito. Él movió la cabeza indicando que subiera a la espalda. Entre balbuceos dijo que agarrara los extremos del cinturón y no los soltara. El abuelito estaba viejito y desde arriba de su espalda podía ver bien clarito que también loquito.
¡Pero le agarró feo a tata! Temblaba como si tuviera frío. No eran temblores, ¡eran calambres! Toda la espalda le zangoloteaba como babosa a la que le echas sal. Tata dijo que no se soltara, ahora sí obedecería. Afianzó los extremos del cinturón y se pegó al lomo porque si no se caería. Las ropas de tata se rompían; se sentía pelo debajo. Amarillo, amarillo era el color del pelo que asomaba; tenía manchas negras. Algo tocó sus patas. ¿Qué fue eso? Las tenía bien estiradas para atrás y algo las había tocado; voltió a ver y era una gran cola moteada que se meneaba como la de un gato. ¡Ay, Diosito todopoderoso, que alguien detenga esto!
La tembladera se detuvo; estaba montada en un jaguar. El jaguar giró la cabeza y juraría que sonrió. ¡Sonrió!, era tata. Claro que era tata; las artes nahuales de convertirse en animal no eran ajenas al gran pipil; así le decían los demás indios. Bueno, no es que las hubiera visto antes, ni a las artes nahuales ni a un Nahual, pero había escuchado las leyendas y lo que estaba en las leyendas, el gran pipil lo podía hacer.
—Pensé que saldrías corriendo del miedo.
Orgullosa, con mocos y lágrimas, levantó el mentón.
—No, tata. Usted dijo que no me asustara. —Enterró su rostro en el pelaje, lo empapó y embadurnó de mocos.
—Agarrate fuerte, mijita, tenemos que escapar.
—¡La cédula de inocentes, tata! Ellos eran indios buenos.
—No había tal cédula, mijita. Sólo revisaban tres cosas: si te veías como indio, si hablabas como indio, y si llevabas ropas de indio.
Sonaron balazos. ¡Les disparaban de todos lados! ¡Estaban rodeados!
El jaguar corrió y zigzagueó entre los árboles. Le disparaban, pero no le atinaban. Ella se agarraba fuerte; él driblaba y brincaba. El jaguar era el rey ancestral de las tierras del señorío de Cuzcatlán, esas tierras que los invasores llamaron El Salvador. ¿Ahora quién osaría detenerlos? ¿Quién se atrevería? ¡Ya nadie podía hacerles nada!
Un balazo rozó la pata del jaguar.
Les seguían disparando, pero iban quedando atrás los sonidos de las balas. Tata se adentró en el monte, corrió y corrió. Atravesaron el cerro verde y anduvieron más. Llegaron a un lugar lejano como su esperanza de volver a ser felices: las ruinas del Tazumal, la antigua pirámide maya.
Las paredes de la pirámide narraban la historia de esas tierras. Pero tata no andaba buscando eso, sino magia antigua. Si fuera más talentoso, decía, hubiera podido salvar a papá y mamá. Pero a su criterio, y por desgracia, su talento era apenas decente.
—Vení, mijita, esta pared explica los detalles en que tenía dudas.
Tata leyó en voz alta.
—Tus ojos, tata, ¡están rojos y gotean sangre!
Tata se mojó la punta de los dedos índices con sangre. La agarró de la cabeza. Le abrió el ojo derecho a la fuerza y le pasó el dedo con sangre e hizo lo mismo con el otro.
—Lo siento, mijita, pero estas cosas resultan mejor sin avisar. Si heredaste sangre de gran pipil, podrías, con suerte, ser más talentosa que yo.
¡Chile, chile! ¡Ardía! No podía abrir los ojos; era una sanguaza pegajosa debajo de los párpados. El ardor llegaba detrás de los ojos y se estaba regando hasta bien adentro de la cabeza. La tortura duró minutos. Por fin, pudo abrir los ojos. Le lloraban. Se secó las lágrimas con las manos, se le ensangrentaron.
—¡Tus ojos son más rojos y bonitos que los míos!
—Cómo no van a estar rojos, si les echó chile, tata, cara de mango tierno me vio, sólo le faltó echarles sal y limón.
Ahora los muros tenían instrucciones de magia y poderes. Tata explicó que los templos, reliquias y artefactos tenían escrituras que sólo se podían ver y entender con esos ojos.
Le mostró la pared de la conversión a jaguar. Explicó el procedimiento señalando cosas; ahí fue evidente: tata veía menos cosas que ella. Las explicaciones eran correctas, pero se complicaba demasiado. Había trucos que ignoraba porque no los veía. Ella caminó a la pared y tocó un grabado de un hombre convirtiéndose en jaguar: tenía guardada la sensación. Ah, eso era. Tenías que visualizar al animal en el aire, verlo por arriba, abajo y los lados. Luego era cuestión de sentir que te metías dentro de la imagen flotante.
—¡Sos un prodigio, mijita, un genio! Diez años me tardé y vos ya te transformaste en jaguar. Así será más fácil escapar.
Disparos, escucharon disparos a lo lejos.
—Huyamos, mijita, estas ya no son nuestras tierras.
Echaron a correr. No querían saber de balas ni chillidos de carretas.
La niña y tata corrían. Dejaban sus montañas atrás. El señorío de Cuzcatlán ya no era tierra de jaguares ni pipiles.

FIN

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Ernesto Guzmán

La Paz, El Salvador, (1985). Narrador, Auditor, MBA, M.Finanzas

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