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Un cuento de Santiago Porras

Santiago Porras

Cuento / Costa Rica / Ojos negros /Un texto de Santiago Porras Jiménez …Nicanor, como su nombre podría sugerirlo, provenía de una familia cristiana de acendrada fe…
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Ojos negros


Nicanor, como su nombre podría sugerirlo, provenía de una familia cristiana de acendrada fe, sobre todo en su madre. Desde niño lo llevaban a los servicios religiosos de la comunidad por los que sentía particular curiosidad y hasta disfrute. Casi podía decirse que más que sacrificio aquellos rituales le parecían mágicos y misteriosos, sobre todo en aquellos pasajes cuando se oficiaban en una lengua parecida pero no igual a la suya.

Aquella inclinación hacia la religión hizo concebir en su madre la ilusión de que podría hacerse sacerdote y en ese afán lo impulsó a que siguiera los estudios secundarios en el seminario, donde la Iglesia impartía una educación muy completa en preparación de sus futuros ministros. Pero ya en la propia niñez Nicanor había experimentado el despertar de la atracción sexual, fuera por la admiración a sus compañeritas de estudios como por las conversaciones que entablaba con los varones, primero en la escuela y después en el seminario.

En el enclaustramiento, más que apartarse de aquellos pensamientos pecaminosos, más mal se exacerbaron, situación que lo sumió en profundas cavilaciones y dudas. Pese a ello no se atrevió a decirle nada a su madre durante las vacaciones, cuando pasó una temporada en su casa materna. Pero le resultaba evidente que a medida que crecía sus deseos carnales eran más que claros.

No compartía y hasta le molestaban los juegos, a veces un tanto descarados, de otros novicios que parecían sentirse atraídos entre ellos o mantenían ciertas relaciones sospechosas con sacerdotes profesores, ese apartarse suyo le privó de ciertos privilegios al alcance de los condescendientes o serviles, pero eso no lo inmutó, más bien lo tomó como un rasgo de su carácter que reforzaba su masculinidad.

Angustiado por su indecisión decidió conversar con su confesor para que le orientara hacia la definición correcta de su vocación. Larga conversada, donde el sacerdote procuró, a lo largo de buena parte de ella, inducirlo a seguir con el estudio del sacerdocio, haciéndole ver la seguridad y ventajas sociales y económicas que esa profesión le proporcionaría, pero no le dijo nada sobre sus crecientes deseos carnales, que, si bien habían sido aplacados, gracias a las enseñanzas de sus compañeros, con las prácticas del onanismo y unos erráticos sueños húmedos, no podía erradicar del todo.

Pasaban los meses y aquella situación se le fue haciendo cada vez más insostenible hasta que decidió volver a conversar con su confesor. Esta vez fue al grano, le dijo que él miraba muy improbable que pudiera cumplir con el celibato, que se había equivocado, que no tenía vocación para sacerdote. El cura lo escuchó atentamente, estaba acostumbrado a oír esas crisis en los novicios y entonces le sugirió una licencia de seis meses para que enfrentara la realidad y se probara a sí mismo, si podía o no, hacerle frente a las exigencias del sacerdocio.

Durante la licencia se dio cuenta que la llamada carnal era demasiado fuerte para su vocación o voluntad, más bien se involucró con una joven y la experimentación del sexo lo hizo convencerse de que nada justificaba privarse de ese placer tan intenso, menos en su caso que estaba dotado a plenitud para disfrutarlo. La parte más difícil era comunicárselo a su madre, quien, cuando le procuró hablar del asunto no quiso saber nada de su retiro, más bien le insistió en que no se dejara vencer por las tentaciones del demonio.

Pero no hubo tal, ya estaba decidido a dejar el seminario para siempre y así se lo reiteró a su madre que quedó desconsolada cuando él se fue a comunicárselo a su confesor. Cierto es que una gran incertidumbre lo agobió por entonces, pero sabía que el disfrute de la sexualidad era mejor recompensa que la carrera de sacerdote, incluso pensó que la serpiente había dicho verdad cuando le dijo a Adán y Eva que si comían de la fruta prohibida serían dioses.
Aquel día de su regreso al seminario su confesor lo esperaba ansioso por conocer su respuesta definitiva, así que no lo hizo esperar y lo pasó a su oficina, le indicó que se sentara en el sofá que estaba al lado de su escritorio, le brindó el té de su predilección y lo invitó a que desembuchara lo que traía, fuera lo que fuera, le remarcó. Nicanor se mantuvo por unos momentos callado (gesto que le auguró la respuesta que se venía, al cura), se exprimió con ambas manos la nariz y la boca y le dijo que estaba decidido, no seguiría los estudios para sacerdote, pese al dolor que sabía esa decisión le estaba causando a su madre.

El cura sonrió comprensible, afable, como si entendiera bien sus razones, sabía que Nicanor no se sentía o no quería someterse al precepto del celibato. Pudo hablarle de cómo muchos de sus colegas habían sorteado ese asunto sin renunciar a las ventajas que ofrecía el liderazgo en la congregación, pero reconocía en él una sinceridad y honradez dignas de respetar, no creyó justo tratar de sacarlo de ahí cuando sabía que al final prevalecería la carne por sobre el espíritu, como casi siempre, por eso le lanzó una tabla salvavidas, que no lo alejaría del todo de la Iglesia, quizá satisficiera a su madre y podría saciar su deseo carnal sin escandalizar a la comunidad.

Nicanor se fue a su casa a contarle a su madre la solución “salomónica” que había encontrado para su dilema: ¡Se haría diácono! Podría oficiar varios de los sacramentos de la iglesia, seguiría vinculado al servicio de la iglesia y… ¡Se podría casar! La madre hizo un gesto de desaprobación, jamás esperó que la carne fuera la causa de que su hijo no quisiera seguir con la carrera del sacerdocio. Ella se negó rotundamente a aceptar esa opción y no ocultó su tremenda decepción. Salió intempestivamente de la sala en donde hablaban y con su ausencia puso punto final a la conversación.

Pese a todo, nada hizo que Nicanor cambiara de idea, se mantuvo en sus reales a pesar del enojo y hasta los ruegos de su madre. Su padre nunca se involucró, ni para bien ni para mal, con aquella decisión de su hijo, podría, por su pasividad luego de la renuncia de Nicanor, especularse que tenía un oculta satisfacción que no expresaba para no fastidiar a su mujer, quien, aunque era muy abnegada, tenía carácter fuerte. Al cabo de unos meses el asunto se fue diluyendo y la vida regresó a su curso normal en la casa de Nicanor.

Pocos meses después se fue a terminar su bachillerato en un colegio laico y al término de esos estudios se inscribió en la universidad para cursar la carrera de topógrafo. Una vez que obtuvo ese título, regresó a su pueblo a ejercer e inició los estudios para el diaconato. Su madre estaba exultante de felicidad, hasta soñaba que el encuentro con aquellos estudios le reavivaran su vocación sacerdotal, pero no fue así.

Poco tiempo después de iniciados sus estudios diaconales Nicanor conoció a una joven de un lugar vecino y la atracción, dada su juventud, fue mutua e intensa, se juraban que eran el uno para el otro y que, como pasa en todos los que tienen las hormonas revueltas, se amarían para siempre. Luego de un año de noviazgo decidieron casarse.

Para entonces la madre de Nicanor, resignada, vio con buenos ojos el matrimonio que le auguraba sus primeros nietos. Su hijo mientras tanto había abrazado con pasión su carrera de diácono y cuando la terminó y podía servir a la comunidad religiosa se incorporó a su ejercicio con mucha voluntad y gozo, la vida había recobrado una normalidad plena, donde todo parecía estar en su lugar. Era tal su formalidad que Nicanor se sonrojada cuando algún pueblerino despistado lo tomaba por el sacerdote, de inmediato se apresuraba a aclararlo.

Pero he aquí que un mal día, en uno de los pequeños poblados que visitaba, cuando oficiaba como sacristán del cura, descubrió, entre los aglutinados asistentes, unos ojos negros que le miraban fijamente. Quitó los suyos, pero cada vez que volvía a los ojos negros ellos seguían mirándolo con atención evidente o al menos eso le pareció a él. Intrigado decidió inspeccionar disimuladamente aquella mujer de la que sólo podía apreciar un rostro joven y agraciado que llevaba el pelo domeñado con un pañuelo azul.

Hizo un recorrido exploratorio por la pequeña ermita, solo para constatar que se trataba de una adolescente, bien desarrollada para su edad, pero sin duda menor de edad. Volvió a sus quehaceres de sacristán y procuró no ver más a la joven, pero de vez en cuando se descubría mirándola fugazmente y siempre encontraba aquellos hermosos e inocentes ojos contemplándolo con esa intensidad y candor con que miran los niños. Como no olvidó aquella mirada cuando el cura lo invitaba a ir a oficiar misa en aquel poblado él se excusaba tratando de evitar la tentación en que aquella jovencita se había convertido para él.

Pasaron muchos años y aquel incidente se fue achicando en su mente, tanto, que lo creyó superado. Su matrimonio se había consolidado, no sólo con la excelente relación que tenía con su esposa sino también con la llegada de una pareja de hijos que ya habían llegado a la edad de cursar estudios secundarios; así que aprovechó la primera oportunidad que hubo para ir con el sacerdote al lugar donde había visto aquellos ojos negros. Estaba convencido de que ya podría verlos sin alterarse, pero no fue así.

La ermita del lugar era una edificación sencilla de madera a la que su carpintero le había dado una estructura que simulaba el estilo gótico, en su frente había un área verde amplia, donde solían arremolinarse los vecinos a la espera del padre y su comitiva. Allí pronto los descubrió, salvo porque ahora venían desde en una cara perfilada cubierta por una frondosa cabellera negra y encrespada, seguían siendo los mismos ojos penetrantes, fijos y ahora hasta le parecieron desafiantes. Luego de una leve sonrisa no pudo sostener la mirada que deslizó, con alguna morosidad, por su cuerpo de hermosas formas que ella ladeó coqueta. Luego volvió a buscar aquellos ojos y los encontró fijos en él, pero enmarcados en una indisimulada sonrisa.

Él se acercó al grupo, saludó con la mano a varias personas a su alrededor hasta que estuvo frente a la joven, que le pareció muy hermosa, demasiado hermosa se dijo para sí mismo. Ella adelantó su mano levemente caída y él la estrechó por unos instantes que le parecieron eternos, aunque la mano de la joven temblaba levemente ella lo apretó con firmeza, aun así, él tuvo la fugaz aprensión de que se trataba de una figuración suya y hasta se sintió ridículo que a su edad y envejecido por una prematura calvicie creyera que aquella hermosa joven pudiese tener algún interés en él. Con alguna brusquedad se deshizo de su mano y un tanto azorado se fue a auxiliar al padre en los preparativos de la misa.

Varias veces cruzó la mirada con aquellos ojos negros y hasta tuvo algunos despistes al oficiar de monaguillo porque sus pensamientos no estaban en el altar sino en la mujer que, ya no lo dudaba, turbaba su ánimo gravemente. Al despedirse, con una osadía que no se conocía, aprovechó un momento de aislamiento que la joven pareció darle y le musitó: “Necesito hablar con usted, ya sabe dónde me puede encontrar”. La muchacha asintió y le sonrió haciendo un mohín coqueto que le provocó deseos de besarla.

Un día por la mañana, cuando estaba haciendo algunos trabajos en la casa cural, llegó la joven sola a buscarlo, como él era el encargado de tramitar las giras del padre ese acercamiento no tenía por qué despertar malicia entre los vecinos, a menudo llegaban lugareños a gestionar asuntos religiosos que tenían que ver con el oficio de los sacramentos, en especial misa, bautizos y confesiones. En el corredor de la casa donde residía el cura y su empleada doméstica ellos se sentaron y entablaron una conversación, el hecho de que ella, sin muchos preámbulos, le hubiera aceptado la invitación a llegar le dio ánimo a Nicanor para hablarle con franqueza.

En términos respetuosos le confesó que estaba perdidamente enamorada de ella, pero que en su condición no podía ofrecerle nada serio, su familia y su imagen ante la comunidad se lo impedían, tampoco la iba a engañar ofreciéndole cosas que no le iba a cumplir, pero estaba seguro de que su amor por ella era sincero, que eso en más de quince años de casado nunca le había ocurrido, en tono grave le dijo que si hacía algún tiempo alguien le hubiera confiado una situación como la que él estaba experimentando con ella, él se lo habría tomado en broma y hasta le hubiera dicho, entre risas, que no fuera tan descarado, que eso no era más que un capricho pasajero; pero, no, en su caso su amor sí era sincero.

Ella lo escuchaba en silencio sin transmitirle emociones, a veces como ausente y siempre seria, pero sin mostrar molestia o rechazo por lo que él le estaba proponiendo, ese comportamiento neutro de ella lo hacía más cauto al hablar, pero también lo hacía abrigar alguna esperanza. Al final de haberle expuesto la relación que podía ofrecerle, le preguntó qué tenía que decir sobre su propuesta.

Por unos momentos la joven permaneció en silencio, se estrujó nerviosa las manos varias veces, luego con un dejó de tristeza le dijo que no era aquello lo que ella había esperado de él, pero que también comprendía su situación, que lo pensaría, casi de inmediato se fue. En la última mirada que le dirigió había la intensidad de siempre, pero sus ojos brillaban como si estuvieran a punto de llorar.

Pasados unos dos meses, aquella joven campesina e inexperta, volvió a la casa cural y preguntó por él. Saludó tímidamente y le dijo que si podía hablar con ella. Él sonriente, con la mano, la invitó a sentarse. Le dijo que estaba muy contento con su visita, independientemente de lo que le fuera a decir, ella le contestó que ya había pensado lo que le había propuesto y que le traía una propuesta. En aquellos momentos Nicanor fue presa de una creciente ansiedad y se le quedó mirando con manifiesto interés.

Ella, pausadamente, le reiteró que comprendía su situación, pero también sabía que de aceptar su propuesta estaría condenada a vivir al margen de la sociedad, despreciada por su familia y los vecinos, ocultándose de la vista de los demás para proteger su vida destruyendo la suya, pero como su amor también era sincero estaba de acuerdo con esa renuncia; no obstante, le preguntó qué iba a ser de ella y de los eventuales hijos que pudieran tener. Nicanor se quedó pensando, tenía una buena situación financiera y si había hecho una propuesta como la suya a aquella humilde mujer, de reconocidas buenas costumbres, el soporte económico estaba tácitamente incluido dentro del acuerdo y así se lo hizo ver.

Durante un tiempo Nicanor estuvo pensando en cómo vincularse con aquella mujer sin que despertara la menor sospecha. Sabía que su conducta ante la comunidad tenía que seguir siendo intachable, cierto es que tenía a la mano la coartada de sus ausencias para realizar trabajos topográficos para los encuentros furtivos, pero le parecían muy riesgosos y además esa forma de verse les limitaría la frecuencia del disfrute, hasta que dio con una solución, osada, pero perfecta si ambos eran discretos.

Pocos meses después la joven fue concertada en la casa del padre con la tarea de atender todos los trabajos que reclama una vivienda de un solo habitante, para facilitar las cosas ella dormía adentro. Pronto se avino a la vida en la casa cural, donde, para su sorpresa y aprovechando la gran biblioteca que había ahí, se fue aficionando a la lectura, inicialmente Nicanor la orientó, pero después ella elegía los libros por lo que decían en la contratapa.

Entre tantos hubo dos libros que le llamaron mucho la atención y que a veces releía: “La reliquia” y “El crimen del padre Amaro”, eso sí, cuidándose de que Nicanor no la viera, por los temas que abordaban. Por años la presencia de la joven se tuvo como una buena elección habida cuenta que desempeñaba sus funciones con diligencia y buenos modales. En resguardo de las apariencias ambos amantes comulgaban todos los domingos, a veces él incluso le daba la hostia.

Los enamorados aprovechaban cualquier descuido o ausencia del cura para consumar su amor que no mermaba en su intensidad, antes bien, su carácter furtivo le añadía una sensación de mayor placer. Durante años llevaron con total discreción aquella doble vida, parecía que habían encontrado el amor perfecto, lo disfrutaban a plenitud y ambos sabían guardar las formas.

Se cuidaban de tener hijos y las demás personas miraban cómo aquella hermosa mujer se iba ajando en una soltería que muchos pretendientes trataron de vencer, pero ella siempre los desengañaba con amable franqueza. Intrigados algunos descreídos murmuraban que seguro era la amante del cura, pero las señoras beatas defendían con denuedo la honradez de la mujer, sobre todo porque ella era modosita y vestía con discreción.

Pero al parecer no hay carga más pesada que mantener oculto, por demasiado tiempo, un secreto, sobre todo si con él se encubre la hipocresía de un hombre que pasa por probo ante los demás; al menos eso fue lo que ella dio como excusa para confiárselo a su mejor amiga, quien fue la que a la vez me lo contó a mí.

 


OJOS NEGROS

Ojos negros, ojos ardientes
ojos espléndidos y apasionados
como os amo, cómo os temo,
os conocí en una hora maldita.

Ojos negros, ojos flamígeros
que me llevan a lejanas tierras
donde reina el amor, donde reina la paz,
donde no hay sufrimiento y se prohíbe la guerra.

Si no os hubiese conocido, no sufriría tanto,
habría vivido mi vida sonriendo.
Habéis sido mi ruina, ojos negros,
habéis acabado para siempre mi felicidad.

Santiago Porras Jiménez

(Abangares, Guanacaste, 1951). Agrónomo y escritor costarricense. Realizó estudios de agronomía en la Escuela Agrícola Panamericana (El Zamorano, Honduras, 1972) y de ingeniería en producción en el Instituto Tecnológico de Monterrey (México, 1982). Cuenta con una maestría en Valuación por la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla, México y de la Universidad Estatal a Distancia (UNED), Costa Rica, 2002). Es colaborador de la Revista Nacional de Cultura y de otras revistas y periódicos nacionales con artículos técnicos, culturales y de opinión. Ha sido miembro del Consejo Editorial de ECR, de la Editorial de la UNED, así como del Consejo Asesor del Colegio Costa Rica durante cuatro años.
Ha publicado los siguientes libros de relatos: Cuentos de ayer, de hoy y de nunca (Ediciones Zúñiga y Cabal, 1993; EUNED, 2003), Cuentos guanacasticos (Ediciones Zúñiga y Cabal, 1997; Litografía Morales, 2003); Editorial Uruk, 2012), El regreso es parte del viaje (Ediciones Guayacán Centroamérica, 2002; EUNED, 2008), Allá en el Zamorano (Ediciones Armar, Guatemala, 2006), La sombra decapitada (Ediciones Guayacán, 2017), La sombra decapitada y otros cuentos (EUNED, 2021). También ha publicado las novelas Avancari (EUNED, 2012, segunda edición EUNED, 2018) y Abrazos de matapalo (EUNED, 2018). En el 2021 también publicó el libro de ensayos literarios De libros y autores (URUK Editores) y el libro de crónicas de viajes literarias Apuntes de un viajero inadvertido (Imprenta Editorial Lara Segura, 2021).

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