Cuaderno de Alucinaciones
He leído con devota euforia la poesía de Cristian Marcelo reunida en su poemario
titulado “Cuaderno de alucinaciones”. Digo devoción porque recorrer sus páginas
nos acerca a un libro compuesto a partir de una búsqueda constante acerca del
sentido último del enigma, que acostumbra manifestarse de maneras diversas.
Entre la luz y la sombra, el sueño y la pesadilla, y siempre mucho más allá de la
razón y el entendimiento, este poemario propone formas casi litúrgicas de
conocer, sin verdaderamente llegar a conocer, extiende caminos hacia senderos
donde entregarse al asombro y al poder intrínseco que poseen las palabras es
nuestra única opción para afirmarnos, algo que solamente es posible cuando
somos capaces de presentir.
El poema es el mejor recurso para acostumbrarnos al impacto del presentimiento y
sus ondas expansivas, mediante las cuales aprehendemos las “formas del
silencio”. Quizás el sentido mismo de lo vivo no sea más que una abstracción
inalcanzable, pero el heroísmo reside en aceptar eso y sin embargo seguir
buscando, con la esperanza de alcanzar algo aún no completamente claro, pero
presentido, algo que coexiste en conflicto “con la puta realidad/ de un poeta que se
acomoda la corbata”.
Por eso una buena parte del libro está articulada a partir de una búsqueda
insistente y sin treguas del sentido de lo poético, su papel como eje guiador de la
liturgia en que se convierte el ejercicio creativo. Y aunque el poeta busca y
construye, cree encontrar y proponer, al final de la ruta no le queda más que
seguir buscando. Como un Sísifo ajeno al tiempo, el oficio de la poesía se sume
en un existencialismo a ratos macabro y desafiante, pero siempre claro en que no
hay otra salida más que enfrentar el asombro que genera el vacío más allá de la
palabra.
Creo entender el título del poemario desde mi perspectiva de su lectura, donde
pareciera que la realidad está lejos de ser tan predecible y certera como se
piensa, donde a pesar de las leyes del hombre, el individuo se rebela contra todo
aquello que lejos de contribuir a su afirmación lo carga de incertidumbre y pesar.
De esta forma el poeta recorre diferentes ambientes y tonos de la elocuencia para
cada vez acercarse más al silencio y sus lecturas, formas de encontrar allí
posibles respuestas o, al menos rutas, capaces de guiar al peregrino de la
existencia hacia territorios donde le fuera posible ungirse y celebrarse. Por eso
dice:
“Me gusta el poema que habla en voz baja,
No el que grita vagina en el metro…”
Y más adelante agrega:
“Quisiera –como los poetas clásicos-
Un poema aéreo y ligero como pluma,
Filoso como un cuchillo,
Preciso y a la vez gracioso,
Para las fiestas saturnales,
Ebrio de vino tinto,
Y de una voz de lija,
Que acompañara con su música de huesos”.
El poeta busca configurar esa voz que le permitirá adentrarse en esos saturnales
cuyo ritual nos hará abandonamos a la celebración, mientras aceptamos que “las
sirenas anuncian el carnaval de los locos”. Solo cuando aceptamos la necesidad
de desprendernos del sentido de lo convencional seremos capaces de asomarnos
a la luz que surge de la locura.
Porque
“Los pájaros cantaron por última vez,
En los ojos de los muertos la luz se evapora.
En sus labios, el beso es la resurrección y apocalipsis.
En el alma del arcángel arde la belleza”.
La vida lúcida no es posible sin su contraparte de locura, el poeta construye
edificios emocionales a partir de la palabra, la voz sale al reencuentro del silencio
y se solaza en la luz que se le evade, entonces sin temor se adentra en las
tinieblas y se atreve a desafiar a los muertos a dialogar con esa voz de lo inerte
que es la muerte de lo que alguna vez estuvo vivo y lo sigue estando más allá del
silencio. Porque “todo está en silencio / lo pájaros cantan por última vez / en cada
gota de agua la luz palpita / todos los muertos miran arder la belleza / en la punta
de los alfileres”.
Siendo la vida y la muerte los extremos de esa avenida que recorre el poeta,
descifrar el enigma del silencio se vuelve su misión durante la travesía, para al
final concluir que “esto no fue un paraíso, nunca lo fue”. Así entonces admite el
poeta su destino, y dice: “vivo como un fantasma entre los hijos de Dalila, / entre la
descendencia de Amaranta, / entre los vástagos enloquecidos de Nemrod y
Pilatos”, siempre nostálgico, invadido de un optimismo crítico que lo eleva para
arrojarlo a las profundidades porque “las pequeñas cosas amadas / se han puesto
grises / y lo que es hermoso y bueno / se ha vuelto inútil / y lo que soñamos tiene
color de apocalipsis / de hecatombe. De una desnudez tan fiera / que deambula en
la piel / como una soledad que solloza…”
Libro extraño, para nada complaciente, reflexivo a su manera, como toda buena
poesía dice las cosas como las percibe y siente el poeta, desde esa profundidad
presentida en la cual el pesimismo es también una forma de aceptación.
El libro se compone de tres estaciones, la primera titulada “Fisonomía del
crisantemo”, dedicada por entero a reflexionar sobre el sentido y valor de lo
poético y del poeta como ese ser órfico que acaricia el fuego y lo comparte. Aquí
una y “otra vez, el poema se pierde en las líneas del poema: / en el roble hueco
hay una fuente de plata que hierve / Las palabras abandonan los renglones / no
dicen nada, aunque quisieran decir: / esto es el amor / es, el abandono /esto, el
océano. / Pero las palabras nacen dolorosamente rotas / y de alguna manera,
impronunciables/”.
Es así como confirma y acepta el destino del poeta, pues “para eso vinimos / para
ver arder las palabras / para ver arder la realidad/”.
La segunda parte representa un sensible cambio en el flujo lírico que el poeta titula
“Flor del sueño”. Una serie de poemas de controlada estructura rítmica, donde
prevalecen por momentos valores lúdicos afincados en la sonoridad de las
palabras y una sintaxis experimental donde prevalece la reiteración y la seducción
del verso a partir de la sonoridad misma. Poemas breves, algunos tan breves
como curiosos haikus que no acaban de serlo, porque se transforman en breves
brújulas que buscan una dirección sin verdaderamente querer llegar a alguna
parte. De ahí que “Al norte / no quiero ir, madre / Al norte/fantasma blanco del
estanque / al norte / rubio como un escaparate / Al norte / no quiero ir, madre / no
quiero”. Y así atravesamos esta segunda parte afincados en una poesía en la que
la semántica hay que hurgarla bajo las piedras en que se convierten las palabras,
es allí donde el silencio canta y dicta instrucciones, se esconde para alzar la voz
mientras “pasa el viento lejano / niña / pasa el pájaro / y queda el veneno”.
Finalmente, en su tercera parte titulada “Sueños de azogue” el libro regresa a esa
preocupación acerca del valor del poeta y la importancia de lo poético en la
búsqueda de lo esencial que oculta el silencio. Regresa el poeta a una estructura
en la cual combina versos de métrica diversa, ricos en cadencias rítmicas y giros
inesperados, gracias a la proposición de imágenes que lo llevan a plantearse el
oficio con profunda honestidad y concluir que la única metáfora verdaderamente
posible reside en lo divino. De ahí que confiese que “la única metáfora que
conozco es la de Dios / pero no el Dios del Nuevo Testamento / ni el Dios del Viejo
Testamento / sino una metáfora antigua y terrible/”. Y es así cómo vamos
intentando comprender su visión cosmológica donde el origen de la creación
reside en la metáfora misma que es Dios, tan antiguo como terrible. Tan cierto
como elusivo.
La poesía de Cristian Marcelo posee la madurez que le permite una práctica
constante, una madurez controlada que es la consecuencia de un oficio que lo ha
llevado a enfrentarse a la palabra para intentar dominarla, sin éxito a veces, pero
con la certeza de que es en la derrota y en la aceptación de no tener respuestas
cuando el poeta se alza sobre sus propias falencias para enfrentar los enigmas
que le propone el silencio.
Me rehúso a anotar la presencia de este u otro poeta, de esta o aquella tradición
porque en esta poesía están presentes todas las lecturas del poeta, todos sus
libros anteriores, toda la cultura que ha logrado acumular en el oficio, de la misma
manera que toda la que le falta y lo admite, pues es en ese momento de la
derrota, de la conciencia de saber lo que aún nos falta, cuando nos crece la
fortaleza y la afirmación de seguir buscando. De ahí que sin ningún pudor diga
desde la altura mayor del poema XLII “Los poetas me preguntan ¿qué es la
poesía? / pero yo no sé nada acerca de poemas. / Yo solo escribo/ y si lo que
escribo les gusta, / me puedo dar por satisfecho”.
Y es que quizás Cristian Marcelo tenga razón y nos habla con la verdad, al decir
no saber nada acerca de la poesía, pero eso es irrelevante, porque la poesía nos
demuestra en este libro que su presencia infinita, su exquisitez trágica, su
ausencia de respuestas, es lo que la convierte en esencial para seguir
presintiendo y con ello continuar persiguiendo “las formas del silencio”.
Sobre el autor
Víctor Hugo Fernández, escribe poesía y narrativa, esporádicamente escribe también artículos de opinión sobre literatura y cotidianeidad. Su trabajo poético de 40 años se reúne en su libro de poesía La Vida que no estaba. A lo largo de su vida se ha dedicado a la comunicación y la divulgación cultural.
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