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Poesía

II

Patibulario, patíbulo.

El bosque oscurece en mis manos como un juego de
sombras y conceptos. Serpiente renacida en una carretera
interestelar

con estrellas de crema batida y gritos quebrados y puré
de batata resplandeciente.

Como pronunciar Polaris y recorrer 434 años luz de
distancia mientras escarbas en el jardín.

Érase una vez una velocidad de astronómicas distancias
que arrancaba la piel de la memoria o una insolación
de arena y conchas de mar o un diálogo entre espíritus
atemporales.

La navegación celestial es sencilla si usas una máscara
de venado —lo escribiste en las pirámides solares y te
programabas en recuerdos nocturnos y tragedias oníricas
de sombreros de fieltro.

La historia y esa seducción melancólica regida por las
cenizas, el tiempo como relicario de la pura subjetividad
perceptual o las ventanas de un bungalow en Florida.

También, lo notaste en la televisión, notaste la pista de
aterrizaje y las líneas misteriosas. Las líneas misteriosas
la visión quebrada que te guarda.

Estoy rodeada de pinos uniformes, todos con tres almas.

Paniqueo.

Yo no tengo tres estómagos. Tengo cinco para rumiar
las horas en una habitación traspasada por el
murmullo plástico de las persianas.

Mi mirada se estrella

contra

la sombra

de los pinos.

 

Salimos de la ciudad de puentes suicidas y trenes
en suspenso.

 

III

En el jardín del bombillo roto, el jardín con palabras
sin raíces, tenemos nubes inanes, clavadas en una brocheta
de metal, algodones de frente desvanecida
renacen en una lámpara de papel
en una mampara para ocultar la rotura del bombillo en
el jardín del bombillo roto, para ocultar las escaras del
vidrio

el corte en la mano sangrante.

No entiendo el charm de lo militar, no entiendo sus expresiones,
herramientas, movilidad y accesorios. Solo
sospecho un destino entreverado con planos referenciales
que se solapan, plátanos congelados y cerveza
negra

como si los opuestos pudieran fundirse sobre un mantel
de plástico

y, en medio de la noche, originar un resplandor gramatical.

Neutro roto.

Puedes contemplar tu nombre grabado en el lado oscuro
de estos bombillos fluorescentes. Las luces de la
razón disipan las tinieblas. Lo escribieron en el siglo
XVIII mientras dormíamos. Enciclopedia de las luces.
Marcas. Antiguo régimen de revelaciones, el panteísmo,
la tierra mojada y los cassettes. ¿Recuerdas los
cassettes? Esas cajas de plástico y las cintas girando, el
acabado sintético de las voces y la grabación de una
grabación. Esas canciones tangenciales afirmaban el
lado más bucólico del suspenso. Suspenso de lo que
está por venir

suspenso de pendientes

y colgantes

de colgados

de ahorcados de tinta.

 
VII

y el fuego imita una imprenta de tipos móviles. Tatuajes
de quemaduras tristes, accidentales, circunstanciales.
Crema de almendras y vitamina E en un cajón de la nevera.
Marcas en la memoria de nubes grises, cuadras enteras
de paisajes marinos, impresiones y soles nacientes.
La opción de retroceso es un cadáver exquisito; solo
mueves la palanca de cambios y las líneas del rayado hacen
su parte. Cadáver de movimientos que se ensamblan
en mi cabeza

(Y entonces una esquina del movimiento salió mal. —
Pisa el freno).

El estado del amanecer es este permiso para conducir
renovado, una tarjeta plástica con fondo dorado y palmeras.
Con ella ordeno marcas en la naturaleza sensible,
y en la abstracta, marcas adscritas a los dominios de la
reflexión empírica, marcas que renacen en granos de
arena y en frutas luminosas: podríamos pensar, por
ejemplo, en un mango

renacer en un mango

nervoso, arquetipal, sesudo. Renacer en un grano de
arroz —mira—

un bote carcomido por la sal

el pulso de la arena infiltrándose en el aire, la hora de la
merienda, el pulso dorado de la arena infiltrándose.

Ese día quería comprar un malecón de 20 metros cuadrados,
sentarme allí a leer los periódicos, ponerme en
abismo porque padezco de estrés post-karmático: la policía
del karma me sigue

son meramente enunciados y recuerdos. El otro día
mandaron un mensajero. Carroza solar esta taza de café.

Tres textos del libro “Ahorcados de tinta” de la escritora venezolana María Dayana Fraile …Salimos de la ciudad de puentes suicidas y trenes en suspenso…
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María Dayana Fraile

Puerto La Cruz, Venezuela, (1985). Licenciada en Letras por la Universidad Central de Venezuela. Obtuvo una maestría en Hispanic Languages and Literatures, en la Universidad de Pittsburgh. Su primer libro de cuentos, Granizo (2011), recibió el Primer Premio de la I Bienal de Literatura Julián Padrón. Su cuento “Evocación y elogio de Federico Alvarado Muñoz a tres años de su muerte” (2012) recibió el Primer Premio del concurso Policlínica Metropolitana para Jóvenes Autores. Escritos de su autoría han sido incluidos en distintas muestras de narrativa venezolana como, por ejemplo, en la Antología del cuento venezolano de la primera década del siglo XXI, editado por Alfaguara, y el dossier de narradores venezolanos del siglo XXI, editado por Miguel Gomes y Julio Ortega, publicado en INTI (Revista de literatura hispánica). Actualmente reside en los Estados Unidos.

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