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Poesía

 

Del libro La torre de los caballos azules (Madrid, Editorial Devenir, 2022)

 

MUJER SENTADA CON LA PIERNA IZQUIERDA LEVANTADA
Egon Schiele / Praga, Galería Nacional

Fue ella quien tomó mi lápiz y mis acuarelas para dibujarse a sí misma. Aún no sé qué desea o qué deseo yo de esta mujer. El silencio le pertenece a Dios aunque seduce incomprensiblemente a los amantes. Quizá, sólo quiero estar cerca, oír su mudez que es igual al ruido que dejan los trenes en la madrugada, caminar en su mirada como quien cruza tarde el auditorio cuando está próxima a iniciar la música.

Ella ahora borra mi realidad, pinta con colores oscuros la casa, me desdibuja cuando se levanta y anuncia una despedida.

 

CRÓNICA DEL TREN DE MEDIANOCHE

Un día leí en un viejo periódico la noticia de un niño que intentó parar un tren con sus manos: “El pequeño joven se paró delante de la máquina que venía a toda velocidad y puso las manos hacia adelante con intenciones de frenarlo”, advirtió el maquinista. “No puedo borrar de mi mente sus ojos soñolientos y una risa púrpura que contrajo el tiempo por unos segundos”. Y agregó: “Comencé a tocar la bocina exasperado, ya que el tren no podía detenerse”.

El nombre del muchacho era Georg Trakl, pianista de Salzburgo.

Tiempo después, vi al niño del tren. Juro que brotó de la rama de un arce rojo y se puso a jugar en uno de mis poemas. No le bastó con haber mordido cada palabra para luego desperdigarlas en el suelo. Me dijo que la lluvia es ambulante y que los muertos llevan brazos de plata en las noches especialmente frías.

 

CASA GIRATORIA
Paul Klee / Madrid, Museo Thyssen-Bornemisz

Le jalé una hebra a un pedazo de la noche y la cubrí con un poco de cera. Mis manos moldearon una vela que alumbró la habitación. Miré la llama por horas y logré entender el reflejo de su luz en la pupila de cada hombre o mujer que alguna vez ha encendido un fuego; supe también cómo la llama me observaba.

Esa flama, esa gota de estrella que me abraza con mi yo primitivo, es un ringlete que rueda por el tiempo, una veleta de fuego movida por el corazón de todos los hombres.

 
AUTORRETRATO SEMIDESNUDO
Richard Gerstl / Viena, Museo Leopold

Cerca de la muerte todo es más claro aunque la belleza es más compleja. Comprendo que debo reinventar el origen de las cosas, la línea y su trazo, y devolverle a la vida el hombre que soy.

Le devuelvo a la tierra mi tacto, la ternura con la que contuve su peso por primera vez y el mugre que guardo debajo de las uñas. Le devuelvo al aire mi respiración, los aromas que envolvieron los cafés de la tarde y que rastreé como un niño enloquecido. Le devuelvo al sonido mi voz y sus silencios, las palabras que solté con miedo el día que asalté su ropa y dibujé un lápiz en su piel. Le devuelvo a los árboles y sus pájaros mi escucha, el ruido de mis pensamientos. Le devuelvo a las nubes mi mirada, la geometría de mi corazón que espera una breve respuesta.

Le devuelvo al mundo el amor y lo desmiento.

 

Del libro La noche apenas respiraba (Fondo Editorial Estado de México. Toluca, 2018)

 
GAS MOSTAZA

Un cielo tejido por la lepra
llenó el canal que había en la falda de la montaña
y nos rodeó de punta a punta.
El teniente Rojas disparó varias veces su lanzagranadas
como quien clausura las puertas de un laberinto
donde la hiedra ha perdido el camino.
Las granadas incendiaron la prisión
y la soga del humo nos apretó el cuello
hasta dejarnos desechos los pulmones.
Incluso el aguacero se colaba
debajo de nuestros cascos de guerra
e intentaba encontrar un pequeño orificio
por dónde respirar.
El infierno tiró al suelo el armamento.
El soldado Orozco le pidió a gritos
a la Virgen María
que le atara el cordón de su bota militar.
El sudor de los fusiles, por primera vez,
me expropiaba del aire
y me cosía los huesos uno por uno
a la risa astuta de la guerra.
Nada quedó a salvo,
ni siquiera las uñas aferradas a las paredes de cal.

                      —Han dejado de ser reclutas —nos gritó
el teniente Rojas—, se acaban de graduar como miembros
activos de las Fuerzas Militares de Colombia —replicó.

Despertamos con el uniforme lleno de odio,
                                        viejos,
como niños expulsados del paraíso,
con una constelación de sombras rotas detrás de las orejas.

Existe en el mundo
un alto riesgo de caer en las cadenas
                                     que nos ofrece la victoria.

                                    Las cosas iban perdiendo su color natural.

 

EL BORRACHO

“El borracho”, le decíamos. Un soldado
que rezaba a media lengua y disparaba
por la culata de su fusil.

El lanza Ramírez era un puñado de niño,
un medio hombre que intentaba cazar tigres
con la mirada perdida.

En la noche no paraba de contar estrellas.

“Borracho, caiga en veintidós de pecho”,
decía el capitán. “Borracho, usted solo
va a barrer la plaza de armas
y va a brillar la estatua de mi general Mosquera
hasta la madrugada”, le ordenaba el dragoneante.
El sargento Maldonado lo levantaba
a las tres de la mañana con un cubo gigante de agua.

Un día, mientras almorzábamos lentejas
bañadas en quenopodio,
se voló los sesos con su Galil AR 7,62.
Dejó una gruesa pasta de sangre
con pedazos de hueso por todo el techo del baño.

Lo levantaron como se ajusta una puerta caída,
como quien pone una cortina negra
para tapar la ventana rota.

Pero el borracho, el lanza Ramírez,
                                           no paraba de contar estrellas.

Se quedó en el baño,
espantando con su media lengua
y quemando la lluvia con el hedor de sus sesos.
Se le apareció en el espejo al sargento Maldonado
cuando se cepillaba los dientes. Le cerró la llave del agua
al cabo Zapata mientras se duchaba.
“Te voy a matar, maricón”, dicen que le susurró
al dragoneante Otálora, luego de voltear a un soldado
que lavaba el piso de los retretes.
Con mis huesos tiznados por el estruendo del miedo,
sentí su torpe respiración una noche
que fui al orinal, luego de prestar guardia.

Éramos soldados con el corazón disfrazado
por la muerte, intentando olvidar el rostro de la madrugada
traspasado por el rojo cañón de nuestros fusiles.

El sargento Maldonado
pidió la baja.
El lanza Ramírez, el borracho,
                                             nunca paró de contar estrellas.

 

LOS 40 LADRONES

El largo bastón que traigo de la guerra
sostiene el arte milenario del hurto calificado.

Cada cosa era usurpada en el ejército:
las toallas, las colchas, las cucardas, la munición;
hasta robábamos el aire que llenaba nuestras bocas,
luego de las patrullas nocturnas.

Aprendimos, desde el primer día,
a dormir con los setenta y cinco cartuchos como almohada,
con el Galil anudado al brazo del sueño,
para nunca perder la costumbre de ser víctima
                                                                               y asesino.

Nacimos, como François Villon, para guardar el mal
en nuestras tiendas de campaña,
para usurparle a Alí Babá cada una de sus sortijas de oro.

No podía ser de otra forma,
vivimos con la certeza de caminar
por el filo de la orilla,
sin ataduras,
o, por lo menos,
con la promesa de robar siempre en el patio donde
Dios habilita todos los comercios.

Corsarios, piratas, bandidos, lobos de asalto,
somos igual que el mal ladrón crucificado
y condenado por Jesucristo,
a imagen y semejanza de Bonnie y Clyde,
de la raza ladina de Lex Luthor.

No fue Vincenzo Peruggia quien robó la Mona Lisa,
fuimos nosotros, los soldados de Colombia,
que siempre andamos con la sed guardada en los bolsillos,
con una tercera mano
para llegar a donde no nos alcanza la suerte.

Hay verdades que simplemente no son nuestras,
                                            pensamientos
                                           semejantes a una gradería de piedra
                                          en la que se asciende al bajar los peldaños:

igual que la guerra: pequeña metáfora
                                         que le hurta los ronquidos a Dios.

 

DE PATRULLA

Las mujeres
venían desde cualquier rincón
y nos saludaban
con sus pañolones caídos. Fundaban
todo un continente en nuestras vísceras.

                      —Yo le pago la que quiera,
soldado Gómez —decía el capitán—,
usted sólo escoja.

El Escalón Rojo era un vendaval de frutas ácidas
moviéndose a lo Héctor Lavoe. Las extrañas
genealogías del amor
crecían desde la barra del bar al lanzagranadas
terciado a mis espaldas.
El humo escarlata
de los cigarrillos se acomodaba en los sillones
donde cada soldado urdía la geometría simple
de los mundos inacabados.

                          —Vengo desde atrás de la lluvia —me decía
Maritza y su rímel se propagaba por el aire
hasta llenar de estrellas
cada puesto de guardia en el batallón.

 

8 textos de Henry Alexander Gómez …Despertamos con el uniforme lleno de odio…
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Henry Alexander Gómez

Colombia. Bogotá, (1982). Magister en Creación Literaria de la Universidad Central y Licenciado en Ciencias Sociales de la Universidad Distrital Francisco José de Caldas. Es director del Festival de Literatura “Ojo en la tinta”. Dirigió el Taller Distrital de Poesía Ciudad de Bogotá en el año 2018 y 2019. Ha recibido diferentes distinciones, entre ellas, el Premio Nacional de Poesía Universidad Externado, el Premio Nacional Casa de Poesía Silva y el Premio Internacional de Poesía José Verón Gormaz de España por el libro Tratado del alba (2016). Otros libros publicados: Memorial del árbol (2013); Diabolus in música (2014), Premio Nacional de Poesía Ciro Mendía; Georg Trakl en el ocaso (2018); La noche apenas respiraba (2018) Mención Honorífica Certamen Internacional de Literatura Sor Juana Inés de la Cruz y finalista del Premio Nacional de Poesía del Ministerio de Cultura. Recibió el Premio Internacional de Cuento “Juan Ruiz de Torres” por el libro Cuentos para hundir un submarino (2021) y el Premio Internacional de Poesía Miguel Hernández por el libro La torre de los caballos azules (2022). Es cofundador y editor de la Revista Latinoamericana de Poesía La Raíz Invertida (www.laraizinvertida.com)

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